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viernes, 6 de enero de 2012

El hijo - Horacio Quiroga

EL HIJO
         Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
         Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
         —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
         —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
         —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
         —Sí, papá —repite el chico.
         Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
         Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
         Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
         No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
         Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
         Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
         Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
         Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
         Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
         No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
         Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
         El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
         De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
         Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
         Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
         En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
         —La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
         Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
         El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
         El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
         Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
         Y no ha vuelto.
         El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
         El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
         ¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
         Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
         La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
         Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
         Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
         ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
         El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
         Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
         —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
         Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
         —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
         Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
         —¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
         Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
         A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
         —Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
         La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
         —Pobre papá...
         En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
         Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
         —¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
         —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
         —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
         —Piapiá... —murmura también el chico.
         Después de un largo silencio:
         —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
         —No.
         Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

***
         Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
         A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

Decalogo del Perfecto cuentista - Horacio Quiroga


I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.
FIN

Popol Vuh - Mayas

De los términos en idioma k’iche’: Popol - reunión, comunidad, casa común, junta y Wuj que significa libro.
El Popol Vuh o Popol Wuj (El nombre k’iche’ se traduciría como: "Libro del Consejo" o "Libro de la Comunidad"), es una recopilación de varias leyendas de los k’iche’, el pueblo de la cultura maya demográficamente mayoritario en Guatemala. El libro tiene un gran valor histórico, así como espiritual. Se le ha llamado, erróneamente, Libro Sagrado o la Biblia de los mayas k'iche's.[1]
Es una narración que trata de explicar o contar de alguna manera el origen del mundo, la civilización y los diversos fenómenos que ocurren en la naturaleza
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La Iliada - Homero


La Ilíada (en griego antiguo Ἰλιάς: Iliás; en griego moderno Ιλιάδα: Iliáda) es una epopeya griega y el poema más antiguo escrito de la literatura occidental. Se atribuye tradicionalmente a Homero. Compuesta en hexámetros dactílicos, consta de 15.693 versos (divididos por los editores, ya en la antigüedad, en 24 cantos o rapsodias) y su trama radica en la cólera de Aquiles (μῆνις, mênis). Narra los acontecimientos ocurridos durante 51 días en el décimo y último año de la guerra de Troya. El título de la obra deriva del nombre griego de Troya, Ιlión.
Tanto la Ilíada como la Odisea fueron consideradas por los griegos de la época clásica y por las generaciones posteriores como las composiciones más importantes en la literatura de la Antigua Grecia y fueron utilizadas como fundamentos de la pedagogía griega. Ambas forman parte de una serie más amplia de poemas épicos de diferentes autores y extensiones denominado ciclo troyano; sin embargo, de los otros poemas, únicamente han sobrevivido fragmentos. Fue muy famosa en su época y es obligatorio estudiarla en Grecia.

María - Jorge Isaacs



María es una novela romántica escrita por el autor vallecaucano Jorge Isaacs en el año de 1867, que tiene lugar en la hacienda «El Paraíso», ubicada en el municipio El Cerrito en el Valle del Cauca, en la que Isaacs realmente vivió. Aunque esta novela es clasificada como romántica, llegan a resaltar pocos momentos de humorismo; se pueden observar en las bromas que hace el padre de Efraín a María, o las bromas de María Y Efraín, siempre llenas de respeto.
María por su tema y estructura conserva todas las características de la novela sentimental que en FranciaAtala de Chateaubriand y Pablo y Virginia de Saint Pierre. La novela presenta muchos aspectos asimilados de sus modelos franceses; pero su gran originalidad consiste en que pone por primera vez, como idilio romántico el ambiente real de la naturaleza americana. había llegado a su apogeo con
El eje central de la novela es la relación de los desdichados amores de dos adolescentes: Efraín, hijo de un hacendado de la región del Cauca, y su prima María. Este idilio va a tener como marco el bucólico ambiente natural de esa región colombiana.